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LA LEY DE LOS TERCIOS : ¿democracia comunicacional o nuevo botín electoral?

  • Foto del escritor: EFRAIN MARINO
    EFRAIN MARINO
  • 21 ago
  • 3 Min. de lectura

Por Efraín Marino @efrainmarinojr


En el papel suena impecable, casi como una fórmula matemática que promete justicia: repartir la pauta oficial en tres porciones iguales, una para los medios públicos, otra para los privados y una más para los comunitarios. Un 33, un 33 y un 34. La llamada ley de los tercios fue pensada para abrir el espectro, romper monopolios y dar voz a quienes históricamente fueron condenados al silencio.

Pero la política, como la vida, no siempre respeta las matemáticas. Y ahí es donde la ecuación empieza a tambalear, sobre todo en épocas de elecciones, cuando la publicidad estatal se convierte en un instrumento de poder, un recurso que se reparte con la lógica del premio y el castigo.

Ecuador fue uno de los primeros en dar el salto. En 2022 reformó su Ley de Comunicación y fijó una regla inédita: 34% de la pauta para los medios comunitarios, 33% para los públicos y 33% para los privados. El mercado publicitario de ese país movió en 2023 cerca de 481 millones de dólares, y aunque la pauta oficial es apenas una fracción, para una radio barrial de Quito o una emisora campesina en Loja puede ser la diferencia entre sobrevivir o desaparecer.

Los informes provinciales ya muestran contratos siguiendo esa lógica: en Guayas, por ejemplo, los presupuestos de comunicación pública se ejecutaron aplicando la ecuación exacta. El modelo existe y funciona.

En Argentina, la ley de medios de 2009 planteó el reparto del espectro en tercios: un pedazo para privados, otro para estatales y otro más para organizaciones sociales. Una reforma que generó debate, aplausos y rechazos, pero que nunca se trasladó a la distribución del dinero. En la práctica, los grandes grupos y, más recientemente, las plataformas digitales siguen llevándose la mayor parte de la torta publicitaria.

Bolivia fue más atrevida: dividió el espectro con porcentajes fijos para el Estado, para privados, para radios comunitarias y para pueblos indígenas. Un diseño que reconoció la diversidad, aunque tampoco aterrizó en la pauta oficial.

El caso uruguayo es distinto. Allí la norma no habla de tercios, sino de territorios: al menos 20% de la pauta debe ir al interior del país, con mínimos por departamento. Es un mecanismo que busca descentralizar, quitarle poder a la capital y fortalecer las voces locales. Un recordatorio de que no hay un único camino para corregir desigualdades en la comunicación.

La teoría parece noble. El riesgo es lo que ocurre cuando aterriza en países como Colombia, donde la pauta oficial supera los cientos de miles de millones de pesos cada año y donde los gobiernos han usado esos recursos para premiar a medios amigos y castigar a los críticos.

En época electoral, un tercio “comunitario” podría convertirse en un festín para operadores disfrazados de líderes barriales. Bastaría registrar un NIT, montar un portal o prender un micrófono alquilado para quedarse con un contrato. En lugar de empoderar a las radios veredales y a los periódicos locales, la ley terminaría engordando el clientelismo con el sello de “comunitario”.

Colombia cuenta con más de 600 emisoras comunitarias reconocidas por el Ministerio de las TIC, la mayoría sostenidas con rifas, bazares y trabajo voluntario. Una ley de tercios sería, en teoría, un salvavidas. Pero si no se rodea de reglas claras, veeduría ciudadana y transparencia radical, la medicina puede resultar más tóxica que la enfermedad.


La pauta pública no puede ser vista como un botín. La verdadera discusión no es si repartimos en 33, 33 y 34, sino cómo blindamos la comunicación frente a la manipulación electoral. Cómo hacemos para que la voz de una emisora campesina no termine convertida en eco de un candidato, sino en lo que siempre debió ser: la expresión genuina de su comunidad.

 
 
 
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